Los invito a leer un cuento... es "la fea" de Alfonso Reyes.

hice la mejor transcripción que pude, espero que no me haya equivocado mucho.

Yo leí este cuento en el libro "Cuentos" de Alfonso Reyes, con Prólogo de Alicia Reyes, de la editorial Lectorum, ISBN: 978-607-457-100-4. Les recomiendo mucho que lo consigan y lo lean. A continuación uno de mis cuentos favoritos...

La fea

___ Desde que llegué a Río, el trabajo de la Conferencia Fluvial se apoderó de mí en forma casi morbosa. Fue necesario que la admirable Guanabara exagerase todavía sus encantos, sus encantos cambiantes con todas las horas del día y de la noche -y que don Juan Valera encontraba superiores a los del Bósforo, el golfo de Nápoles y la extensión del Tajo frente a Lisboa-, para que comenzara yo a abrir los ojos y a salir, como de una pesadilla, de esa bruma de antecedentes históricos, argumentos jurídicos, papeletas con datos clasificados, entrevistas de aire anodino con segundas intenciones siempre feroces, aburridas sesiones donde se leen memorias que hacen dormir, y cláusulas redactadas diez veces para que cada vez digan menos y escondan más.

"Ahora he recobrado ya mis cinco sentidos, Te doy esta buena noticia, y te convido a tomar una copa en mi cuarto, que tiene ventanas sobre el mar. Hoy he decidido pasar la tarde aquí. Como todo esto huele a nuevo, voy a fumar mi pipa largamente, para que las cosas se vayan saturando. Abre tú, entretanto, aquel bargueño, que es más bien un bar disimulado, y ve bebiendo lo que quieras. En el refrigerador encontrarás hielo, soda, agua mineral, o cualquier agua de burbujas que, como sabes, fue el vicio de lord Byron. Voy a divertirte con mi historia. Voy a saciar tu curiosidad del otro día respecto a la feúcha aquella que saludamos en la Sorbetería Americana, y sobre la cual he construido mi 'teoría de la fea'. No te inquietes: no pierdes nada con quedarte a mi lado. Ya sabes que, a las primeras lluvias, las terrazas de Copacabana se quedan desiertas, y sólo por la noche podrás encontrar gente en los cines.

"Ya conoces mi manía de reducir a tipos la especie humana. Ello es parte de lo que me complazco en considerar como mi talento político: el don de conocer las gentes y empuñarlas. Nada de paradojas, no: la ciencia moderna está de mi lado. La Fisonómica se atreve ya a sacar inferencias de sus generalizaciones sobre los ejes de la cara, la asimetría de las facciones y la proporción de tronco y extremidades. La Medicina -que si me permites una frase al gusto de Molière, tiene nombres para todo lo que ignora- ha vuelto otra vez a los 'temperamentos'; y lo de vago-tónico y simpático-tónico, y lo de hipo o hiperendocrino y otras palabrejas así, se reduce a decir que los hombres admiten el ser clasificados según ciertos módulos uniformes. Me dirás que la cosa es más vaga cuando se llega al terreno psicológico, y que no deja de ser osado fundar previsiones, por ejemplo, sobre el tipo extrovertido o introvertido de una persona. Y así es verdad. Pero es que tales tipos son todavía demasiado generales, abarcan mucho y poco aprietan. Y mis tipos son más concretos: son los tipos, digamos, del novelista; son los 'caracteres' de Teofrasto -quien no en vano contempló las variedades humanas con la candorosa visión del botánico- y entran ya en la sabiduría vulgar. Los casos lo explicarán mejor: ¿quién no sabe lo que quiere decir el que una matrona esté evolucionando hacia el tipo 'madre-de-tiple'? Al 'primo', que ahora dicen en España, o al 'pagano', como ya Quevedo le llamaba, todos ¡ay! lo hemos conocido alguna vez por propia práctica (por lo menos, entre los de mi edad: tú eres todavía muy mocito para saber a lo que eso sabe). El 'curioso-impertinente', de Cervantes, es más general de lo que se confiesa, y a veces se le llama 'el-que-juega-con-fuego'. ¡Hay por ahí cada tipo con el rabo chamuscado -o los pitones, mejor- por andar haciendo el curioso! 'La arrimada', aquella tía solterona que vive al cobijo del hogar de sus hermanos y viene a ser la verdadera educadora de las proles, es otro personaje que todos hemos conocido. En fin, yo no te estoy descubriendo nada nuevo y que, en el caso, mi tipo de 'la fea' no es más que la última encarnación de la venerable Madre Celestina. Tampoco esperes una historia extraordinaria. Voy a relatarte un caso muy común y muy sencillo. No sé ni para qué te lo cuento. Te hago gracia, pues, de mis divagaciones filosóficas; te sirvo otro whisky; apisono mi pipa, que con tanto hablar quiere apagarse; suspiro y prosigo.

"Pero antes observa ese barquito de vela, mira cómo se desliza y no se desliza, cómo nos engaña en su fuga. Los días calientes y de aire quieto, al llegar las embarcaciones a esa región, se produce un curioso engaño de óptica: las líneas verticales parecen exagerarse, y las chimeneas, mástiles y velas se ven enormes desde aquí...

"Pues bien: era una de esas muchachas que andan siempre en parejas, acaso para darse ánimo mutuamente y atreverse más y mejor. Volviendo a los tipos, las llamaremos, con Sighele y cum grano salis, la pareja delincuente. Aquí se ha llegado en esto a una técnica muy especial: ya sea la fea con la bonita, ya es la morena con la rubia (y, a este fin, una de las hermanas si hace falta se tiñe el pelo); ya es la blanca con la mulata. Siempre se usa, más o menos, de la ley del contraste, y nunca he visto, en mis callejeos, que las cariocas se equivoquen en este punto. La combinación es infalible: nuestro pobre corazón cae a los pies de cualquiera de ellas.

"Las encontré por ahí varias veces. Eran una fea y una bonita. La bonita tenía una lindeza algo convencional y tirando a cromo, es verdad. Pero no es cosa de pasar de largo ante un pedazo de juventud palpitante. Se dejó ver, comenzó a sonreir. La fea me lanzaba miradas casi amistosas y alentadoras: 'Comprendo -parecía decirme-, no seré cruel, la vida es breve'. La fea se hizo presentar la primera, y fue ella quien me amistó con su amiga. La amistad es a veces un obstáculo del amor: lo estorba, lo domestica, lo desarma. La mujer de teatro no siempre miente cuando asegura a su enamorado que una caricia entre bastidores, con un camarada del trabajo, no cuenta ni hace mella. Mis relaciones con la bonita bajaron de interés en cuanto me fue dado hablarle y convidarla. Todos los motivos sociales ya en guardia, me asaltaron y me sitiaron poco a poco en mi trato con la bonita, reduciéndome al papel de un amigo más. ¡Mejor que la fea no me hubiera ayudado! ¡Mejor encontrarse y atacarse sin conocerse! Tal vez te extrañe esta confesión de torpeza que no está en los clásicos del amor, pero así sucede. Con las mujeres de cierta clase social, plenamente evolucionadas, pronto sabe uno a qué atenerse: pertenecen a una camaradería internacional, usan nuestra misma lengua -el esperanto de la galantería- y reaccionan conforme a reglas que nos son conocidas. En bajando la escala, entramos en la selva folcklórica de los hábitos nacionales, y de los hábitos nacionales secretos, bajo cuya aparente uniformidad de arte primitivo se esconden diferencias rituales que a lo mejor echan a perder el conjuro. En estas cosas íntimas andan siempre mezclados sedimentos antropológicos de otras edades, que difícilmente se entregan al que no se ha criado en los usos de un pueblo. Corremos siempre, como aquel viajero francés, el riesgo de ofrecer a la muchacha japonesa cintas para el pelo, de un color que sólo usan las mujeres cuando tienen nietos. Otro, que aprendió la lengua en los diccionarios, empieza a usar, para ciertas partes del cuerpo, nombres que resultan grotescos por no ser los nombres del amor, etcétera, etcétera. Aquí, en el Brasil, sobre todo, yo me desoriento y no sé hasta dónde llega el límite de la mera coquetería. Acaso se deba a mi condición de extranjero, a la lengua ajena en que sólo acierto a expresarme a medias, o qué sé yo. Entre las mujeres de esta clase ya 'nacional', me siento un tanto desarmado y más débil que cualquiera de sus compatriotas. Estas mujeres, a pesar de su ardor, son castas en el verdadero sentido de la palabra (castidad no significa "abstención"), porque aman su 'casta'. Carecen del snobismo que es manifiesto en otras partes -entre los platenses, sin ir más lejos-, donde siempre lleva privilegio el viajero, el que viene de otros climas. Éstas prefieren al propio, y se diría que el pacto secreto de la convivencia entre ellas y ellos es aquí más sólido que en otros países. Siempre parece que se nos está escapando lo más íntimo y lo mejor de su vida, que ellas y ellos se lo guardan para sí bien guardado. Ellas difícilmente se nos dejan ver en estado de pasión -de pasión que despeina- y hasta en los momentos increíbles se nos muestran tan cuidadosas de la cortesía y el buen trato (únicas que a ninguna hora se vuelven varones ni dicen palabrotas), que causa vértigo el contemplar los verdaderos abismos de finura y delicadeza que hay en el fondo de esta raza. Además, almas un poco elementales metidas en un cuerpo efusivo, dan una frescura de novedad y descubrimiento a las más manoseadas formas de la mera urbanidad. Así cuando te dicen: 'Buenos días', parece que acaban de inventar la expresión para consagrártela a ti exclusivamente: la piensan de veras, cargan el voto de intención, lo acompañan de un mirar que quema y de una sonrisa que acaricia. Tú crees que se te están insinuando... ¡y no han hecho más que desearte los buenos días! Pero, eso sí, con qué escuela de mímica, con qué patetismo natural. Y todo esto te desconcierta y te hace perder tus tablas de valores -como se decía antes de que la Guerra Europea corrompiera la memoría de Nietzsche.

"Cuando ya empezaba yo a desesperar, la fea se las arregló para tener conmigo una entrevista a solas Yo le abrí mi pecho y, a medida que hablaba, me fui convenciendo a mí mismo de que estaba verdaderamente loco de amor por la bonita. Oyéndome, mis propias palabras me sorprendían y me iba modelando por ellas. No en vano mi amigo Pedro Emilio Coll solía decirme, con su sabrosísimo acento venezolano: 'Hay un peligro en la voz, compañero'. La voz nos arrastra consigo y nos lleva adonde ella quiere. Aunque no pertenezco al tipo casanoviano del enamorado llorón, cuando acabé de hablar con la fea estaba deshecho en lágrimas. La fea lloró también generosamente. Aquel desahogo nos acercó. Éramos, desde entonces, como unos hermanos levemente incestuosos. Desde entonces, la bonita pasaba a ser nuestro patrimonio común, el objeto de nuestros planes, nuestro delito, nuestra cosa.

"La bonita, que sólo esperaba un pretexto para resolverse a dar el paso, aceptó que habláramos de aquello. Y con ese paganismo natural que ha invadido, como río subterráneo, el subsuelo de la Iglesia católica, me dijo: 'Me confieso una vez al año. Me toca dentro de dos días. Vamos a dejarlo para después, a fin de no cargar este pecado en la confesión'. Yo le aconsejé que de una vez cargáramos todo, y luego nos limpiáramos de todo en el manantial de la contrición; pero ella insistió en que era preferible confesar, dentro de un año, un pecado viejo. Porque parece que, como el yodo en su nacimiento, el pecado reciente tiene propiedades que se van perdiendo después.

"No tengo para qué contarte lo que sucedió a los pocos días, que no me supo ni bien ni mal: a veces, como se dice en La tía fingida, 'es más sabroso el rebusco que el esquilmo principal'. Quiero decir que el cultivo de los días sucesivos hizo valer más lo que, en la primera sorpresa, casi no tuvo más gusto que el de deshacer obstáculos previos, romper el hielo y entrar en la etapa definitiva. Yo hasta dudo que otra cosa suceda, salvo casos excepcionales, en todos los primeros encuentros de las parejas amorosas. Me extraña que tratadistas de tanta experiencia como Havelock Ellis vengan repitiendo esa vulgaridad de que el mejor estímulo erótico es el objeto nuevo. Esta afirmación es, por lo menos, tan cierta como la contraria, porque también la familiaridad es un buen estimulante, y no hay que confundir la familiaridad con el cansancio. Casi estoy por asegurar que el atractivo de la novedad no está en ser novedad, sino en ser promesa de familiaridad futura; que el varón no persigue una nueva presa en busca del primer contacto, sino en espera de los sucesivos. Se trata de adquirir un jardín, no de pisotearlo. Para ciertas naturalezas, hasta sería deseable resolver este obstáculo de un primer encuentro amoroso aun para despejar el camino de la simple amistad. Sainte-Beuve no podía hablar de literatura con mujeres sin intentar una escaramuza, a fin de pasar cuanto antes el 'enojoso incidente previo'.

"Pero no divaguemos. Lo más curioso del caso es que no tardé en descubrir que, aunque la criatura valía la pena, mucho más que las experiencias con ella me divertían los comentarios y confidencias que después tenía yo con su amiga. Ya en la Tragicomedia de Calixto y Melibea observa la sabia Celestina que las cosas de amor sólo dan todo su jugo cuando se las habla y se las comenta. La bonita ponía el tema, el tema bruto, y yo después hilvanaba el desarrollo en largas y gustosas charlas con la fea.

"La fea parecía alimentarse de amor por el camino desviado de las imaginaciones y rumias de fantaseos. Parecía que se iba iluminando, encendiéndose con el amor ajeno. Comenzó a florecer, así, por la sonrisa, que se le fue transformando hasta hacerse sencillamente deliciosa, y luego siguió con la mirada, que fue cobrando por días una intensidad, un destello de tormenta y gozo mezclados. Como en el Marmion de Sir Walter Scott -a quien ya nadie cita-, ella me aparecía siempre

with a smile on her lips and a tear in her eye.

"Comencé a inquietarme. Nuestras confidencias eran cada vez más sazonadas. La fea se metamorfoseaba a mis ojos, y una mañana me di cuenta de que se iba volviendo bella, con aquella belleza sorda y trabajosa que tarda en revelarse y que se va deletreando sílaba a sílaba para mejor entregarse y mejor dominar. Nada hay más conmovedor que el ver perfeccionarse así a una mujer por la sola fuerza de la contemplación erótica. La ráfaga de un amor venido de otra parte la había comenzado a sollamar, y en este fuego ella se apresuraba, desordenada y dolorosamente, hacia la belleza. El apetito comenzó a asomar sus cuerncecillos de fauno.

"Necesito cortar constantemente mi narración con desarrollos ideológicos. Yo sería un pésimo novelista. Mucho más que los hechos, me interesan las ideas a que ellos van sirviendo de símbolos o pretextos. Tengo que recordarte, para que comprendas mejor mi situación, que el amor y la belleza no son hijos de una misma madre ni gemelos, como los Dioscuros. Uno es el concepto estético y otro el erótico. A tus tiernos años, cuando todavía la naturaleza no canta con toda su voz, se es a veces 'estetista' en amor. Singularmente, se es atraído por las caras bonitas. Poco a poco, el ideal se robustece y derrama por toda la figura de la mujer, y ésta es sin duda la mejor época y la primavera de los amores. Más tarde, ni siquiera hace falta ya encontrarse con cánones perfectos. Más aún, una pequeña inarmonía, un ojo levemente estrábico, pueden tener un encanto irresistible. Como ni la convención moral ni la artística determinan necesariamente la selección amorosa (digo necesariamente porque también puede suceder lo contrario), los amores de los demás nos resultan siempre incomprensibles. Cuando un hombre y una mujer se deciden a amarse, deben saber que parten en guerra contra todos sus parientes y amigos y contra toda la humanidad que les rodea -con pocas y dulces excepciones-. Aparte de que en esta hostilidad interviene un elemento secreto de resentimiento y celosa envidia. El amor es siempre un lujo que despierta la animadversión de los que no fueron convidados. Pero en esta incomprensión no deja de influir el hecho de que la inclinación de un ser para otro nace de un impulso subjetivo e incomunicable. Los franceses, que entienden de amor, no tienen generalmente mujeres muy lindas. Con frecuencia ellas nos resultan demasiado mandibulares, por ejemplo, con una quijada dura y cuadrada que más bien acusa el don de mando o las virtudes de la administración y de la gerencia. Pero los franceses, que entienden de amor, se conforman con un pequeño rasgo de belleza; y a poco que la mujer tenga un rizo gracioso sobre la oreja o un hoyuelo oportuno en cualquiera de las dos mejillas, exclaman ya: Oh, qu'elle est charmante! Porque, como quiera, el amor siempre procura apoyarse en algún pretexto estético. Para renunciar a esta disculpa habría que llegar al absolutismo de un Marqués de Sade, cuyas Jornadas de Sodoma revelan un esfuerzo verdaderamente sandio y pueril por gustar de lo horroroso y de lo hediondo.

"La digresión anterior no tiene por fin disculparme a tus ojos, sino ayudarte a entender. No significa tampoco que la fea haya dejado de volverse bella realmente, sino que era una belleza imperfecta si se quiere, capaz sin embargo de inspirar un legítimo deseo amoroso. Cedimos a él: era inútil ya defendernos. La bella-fea, al lanzar a su amiga, se lanzó a sí misma hasta mis brazos, impulsada también por su catapulta. Después de la preparación de confidencias y sazones imaginativas que precedió a nuestra tarde de caricias, no necesito decirte que la bella-fea venció completamente a la insípida bonita en mi apreciación personal. En el trance, reveló una singular capacidad de expresiones faciales arrobadas y victoriosas; y esto es muy importante para quien, como yo, es decidido partidario del amar cara a cara: la Venus observa, cuyo privilegio, según entiendo, sólo las serpientes, entre todos los animales, comparten con el hombre. Saboreamos por varios días aquel doble juego, salpimentado de traiciones y secretos. Y al fin, como la bonita acabó por adivinar lo que sucedía, entre las dos decidieron sacrificarme para salvar su amistad, lo que me pareció muy puesto en razón. ¿O tal vez el gozo fue tan intenso que agotó las resevas? ¿Saltaron los plomos, sobrevino el corto circuito? La bonita dejó de visitarme al instante. La bella-fea me frecuentó todavía un poco. Pero, como si faltara la antena que hace vibrar el aparato de radio, se fue opacando hasta volverse otra vez feúcha. Pensé en aquellas flores acuáticas, hembras de las profundas aguas, que sólo suben un día hata la superficie, donde las espera el beso del macho, y se recogen después, cargadas y trémulas, hasta su fondo cenagoso y oscuro.

"Ahora se las ve a las dos paseando juntas, como antes, con no sé qué desesperación en los ojos, buscando el tesoro de la vida, que no se entrega. No, no es veleidad. No fuimos veleidosos, no nos juzgues demasiado pronto. No hemos sido infieles a la vida. Es la vida quien nos engaña siempre, y nos da lo mismo que nos quita".

...

-Pero, entonces ¿nunca ha sabido usted lo que es el verdadero amor?


Río, mayo de 1935

4 comentarios:

Ambar dijo...

Muy bueno!!! genia genial que bueno que pude leerlo completo, que padre que te animaste a transcribirlo, me encantó! que buenos gustos, y la analogía de las plantas acuáticas me llegó, y el final excelente. De pelos el:

"Es la vida quien nos engaña siempre, y nos da lo mismo que nos quita"....

o a fin de encontrar algún culpable. Bueno en sí todo el relato esta genial, saludos!

Lic dijo...

No manches Chiapas, está bien largo... no podrías hacer un resumen de 5-10 líneas? Saludos

Roberto Romero dijo...

Chingón y harto recomendable. Una historia de siempre dicha con finura y con frases inmemorables que me dan ganas de tomar.

J.C. Cajas García dijo...

Muy cierto mi Robert precioso, además con muchas verdades irrefutables! Hay que citar a Alfonso Reyes!